CONDENADO

Un capítulo extra de la novela Desconocidos

El detective Jake Mulligan entró en los grandes almacenes del centro de la ciudad no como policía, sino como hermano en busca de un regalo de cumpleaños para su hermana.

Subió hasta el tercer piso, una planta enorme dedicaba exclusivamente a ropa para mujer de cualquier edad. Miró a su alrededor y resopló. No tenía ni idea de por dónde empezar. La próxima vez no preguntaría a su hermana qué quería que le regalara. No sabía por qué lo había hecho. Era la primera vez en sus treinta y un años de vida.

Recordó la mirada traviesa de su hermana cuando le había contestado:

—Ropa.

—¿Qué ropa?

—Sorpréndeme.

Y aquí estaba él, arrepintiéndose de la pregunta.

Jake miró a su alrededor y volvió a resoplar. ¿Qué podía escoger? ¿Pantalones? ¿Camisetas? ¿Blusas? ¿Camisas? ¿Vestidos? ¿Chaquetas? ¿Ropa interior?

No, no iba a comprar ropa interior para su hermana, definitivamente.

Como mucho, un pijama.

Por empezar por algo, echó un vistazo desinteresado a los vestidos que tenía delante. Uno de ellos, gris y de tela muy suave, le trajo una imagen a la cabeza.

Un cuerpo lleno de deliciosas curvas.

Se parecía mucho al vestido que ella llevaba en esa fiesta. Resopló. No podía permitirse ir por allí. Intentó borrar la imagen de su traicionero cerebro y concentrarse en el regalo para su hermana.

Pero ya era tarde. Recordó la mano pequeña contra la suya, el aroma a coco que desprendía, la piel sedosa, el dulce sabor de su boca.

—No vayas por ahí, Jake —se murmuró a sí mismo.

Hacía dos días de su... encuentro con Carol Boutella en esa maldita fiesta. Todavía le costaba creer la manera como había perdido el control. Había ido a esa gala benéfica con la misión de investigar, pero había acabado besándose apasionadamente con una dulce y joven desconocida que había resultado ser una de las sospechosas del caso en el que trabajaba.

Si le hubiera pasado a otro, se habría reído. O no se lo habría creído, porque eso de policías perdiendo la cabeza por sospechosas y más que probables criminales sólo sucedía en las películas y la televisión. Pero ahí estaba él, una muestra viviente de la estupidez humana.

La chica había descubierto quién era él y, después de que le dijera su nombre de esa manera tan, eh, encantadora (“Carol Boutella, un placer y vete a la mierda”), Jake se había quedado un rato de pie en la calle, observando el lugar por dónde se ha- bía alejado el taxi que la había recogido. Estaba consternado por la retorcida coincidencia, por cómo se había olvidado de todo para lanzarse a devorarla y por cómo era incapaz de, simplemente, encogerse de hombros y olvidarlo. Había sido una des- afortunada e irónica coincidencia, nada más. No había que darle más importancia.

Pero todavía sentía un cosquilleo en las palmas de las manos y en los labios. Era un cosquilleo de placer, por un lado, pero también de insatisfacción por algo inacabado. Quería más.

No era la primera vez que sólo intercambiaba unos besos y caricias con una mujer sin que la cosa pudiera llegar a más. Sin embargo, nunca se había quedado con esta sensación de... vacío.

Esa noche, todavía plantado en la calle, negó con la cabeza. Esto no tenía ningún sentido. Estaba exagerando.

Había llegado el momento de irse a casa. Envió un mensaje a Gary para avisarlo y de paso darle algunas ideas sobre qué podía hacer con la estúpida pajarita plateada que había insistido en que llevara, pero que sólo había conseguido delatarlo como “el policía”.

Cuando se acostó, todavía seguía alterado. Decidió que, aprovechando que era viernes y hasta el lunes no tenía que poner un pie en comisaría, se daría el fin de semana para desconectar y olvidarse del asunto. El lunes empezaría a investigar a la chica con la distancia y frialdad que siempre adoptaba hacia los sospechosos.

Esa misma noche, y también la del sábado, soñó con ella.

Al parecer, su inconsciente había decidido recrear en sueños cómo habría podido acabar su encuentro con Carol Boutella si ella no hubiera encontrado su pajarita. En consecuencia, los dos días despertó tan duro y excitado que tuvo que aliviarse en la ducha en un acto que le resultó solitario y extrañamente poco placentero.

Ahora, en los grandes almacenes, ese estúpido vestido gris estaba volviendo a avivarlo todo. Se alejó del vestido, enfadado consigo mismo y con el mundo.

Frustrado.

Carol Boutella no era nadie. Sólo una sospechosa. Una mujer como cualquier otra, y punto. No tenía sentido ponerse así, por Dios.

Se trasladó a la zona de pijamas. Le pareció que era una prenda menos comprometida para regalar a su hermana. Además, cuando vio que había algunos con estampados de superhéroes y superheroínas de cómics, que a su hermana le encantaban, supo que ya lo tenía.

Se entretuvo un rato curioseando entre todos los modelos. A su alrededor, la gente iba y venía, charlando, removiendo pren- das, deslizando perchas por las barras metálicas que las sostenían. Concentrado como estaba, todos los sonidos se convirtieron en un murmullo lejano y casi agradable.

Hasta que una voz, tan sólo una, se destacó por encima de las demás. No porque hablara más alto, al contrario. Fue como si su oído la detectara. Era una voz cristalina. Las dos últimas noches lo había acompañado en sueños.

Sintió un cosquilleo en la nuca y el corazón le palpitó a ritmo irregular. Se quedó inmóvil. Sabía que debía ignorarla, seguir con lo suyo como si no pasara nada especial, pero su cuerpo sólo quería hacer una cosa: girarse y buscarla con la mirada.

No debía hacerlo.

Debería irse y regresar en otro momento.

Entonces descubrió, en la pared que había enfrente suyo, un espejo.

Ella estaba a tan sólo cuatro o cinco metros detrás suyo, ante los estantes y perchas de ropa interior. En cuanto la vio, lo recorrió una sensación extraña, como si toda su piel se estremeciera. Incluida la de la entrepierna.

Estaba sola, pero iba a hablando por teléfono. A través del espejo, distinguió claramente la nariz respingona, los labios carnosos que quiso besar desde el primer momento que posó los ojos en él. Quiso hacerlo otra vez. También pudo ver esos increíbles ojos azules, que parecían tristes. Y muy cansados.

En realidad, al fijarse, se percató de que hablaba con la suavidad de quien sufre un buen dolor de cabeza. Se preguntó si padecía resaca. Lo parecía.

—En seguida voy para allá —dijo Carol—. Tengo que comprar algo de ropa interior, me fui con tantas prisas que olvidé meterla en la bolsa.

Jake alzó una ceja, curioso. ¿Irse de dónde?

Carol siguió hablando, pero el llanto de un niño pequeño le impidió escuchar lo que decía. A través del espejo, Jake vio a un niño que tendría la edad de su sobrino, unos cuatro o cinco años, llorando y caminando lentamente por el pasillo central. Iba mirando a su alrededor. Parecía la conducta de un niño perdido. Jake se giró para observar la zona, pero estaban ellos tres solos.

Jake habría preferido no descubrirse ante ella, pero no podía dejar a ese pobre niño allí más tiempo. Hizo el ademán de acercarse a él, pero se detuvo cuando escuchó la voz de Carol.

—Hola —dijo, amable.

Mientras analizaba la situación del crío, Carol había cortado la llamada y se había acercado al niño. Jake volvió a girarse hacia el espejo. Sabía que no era eso lo que debía hacer, pero pudo más la curiosidad por ver cómo actuaba Carol con el niño.

El niño la miró y siguió berreando a grito pelado.

—¿Te has perdido? —preguntó ella.

El niño asintió.

—Mamááááá... —lloró.

Carol observó a su alrededor, seguramente buscando a los padres del niño. Cuando se dio cuenta de que pronto posaría los ojos en él y que lo descubriría, Jake optó por agacharse. Fingió que se estaba atando el zapato, pero supo que, en cualquier caso, había sido un gesto patético.

Pero le sirvió para que no lo descubriera.

—¿Recuerdas cómo iba vestida tu mamá? —escuchó que Carol preguntaba al niño.

—Papááááá...

—¿Me dejas que te acompañe a buscar a alguien que nos ayude a encontrar a tus papás?

Jake no pudo evitar una media sonrisa al escuchar cómo Carol formulaba la pregunta, pidiendo permiso al niño para ayudarlo. Los lloros del niño se calmaron casi de golpe y Jake se levantó justo a tiempo de ver como el niño asentía. Ella le sonrió.

—Yo me llamo Carol. ¿Tú cómo te llamas?

—Alan.

—Mucho gusto, Alan —dijo Carol, tendiéndole la mano.

El niño, confuso, la imitó, y ella aprovechó para estrecharle la mano enérgicamente. El niño paró de llorar del todo, sorprendido y divertido a la vez.

—Ya verás como en seguida encontramos a tus padres —aseguró Carol, extendiendo la mano hacia Alan. Éste se la cogió y se alejaron caminando pasillo abajo.

Jake esperó un poco antes de ir tras ellos, teniendo tiempo de observarlos caminar uno al lado del otro tranquilamente. La estampa era entrañable, y se encontró odiando ser Jake el policía y que ella fuera Carol Boutella. En otras circunstancias, Jake se habría acercado a ellos para ayudar también, él y Carol habrían ayudado a encontrar a los padres del niño y, no tenía dudas, después la habría invitado a tomar un café. Y...

No no no no. No podía hacer esto. ¿Qué le pasaba?

Sacudió la cabeza, como en un intento de expulsar de su cabeza todos esos pensamientos absurdos y fuera de lugar, y siguió a la pareja procurando mantenerse escondido tras estantes de ropa y columnas.

No tardaron en encontrarse con una dependienta, a la que Carol pidió ayuda. La mujer en seguida se ofreció a llevar a Alan al centro de atención al cliente para llamar a los padres por megafonía, pero cuando tendió la mano al niño, éste se echo a llorar otra vez y se aferró a la pierna de Carol. Ella intentó tranquilizarlo asegurando que estaría con él hasta que estuviera con sus padres, pero el niño estaba demasiado asustado. Al final, Carol optó por cogerlo en brazos y siguió a la dependienta al centro de atención al cliente.

Al ver cómo Carol trataba al niño y se comportaba con la gente, Jake pensó que era difícil creer que estuviera implicada en las mismas actividades criminales que sus padres y hermanos. Jake ya había tenido la oportunidad de conocer a sus hermanos mayores y su actitud era muy diferente.

“Ya vale, Jake. Es una sospechosa, y punto”, se riñó a sí mismo, enfadado. En la fiesta del viernes debió de tomar algo que le licuó el cerebro. Debería irse ahora mismo, pero quería ase- gurarse de que los padres del niño aparecían.

Dos minutos después de que los llamaran por megafonía, una pareja se acercó corriendo. La palidez y la cara de susto evidenciaba quiénes eran. En cuanto los vio, Alan se lanzó a sus brazos y los tres se quedaron abrazados largos segundos. Después, sin soltar al niño, agradecieron a Carol y los trabajadores de la tienda haber cuidado a su hijo. En cuanto pudo, Carol se despidió de todos, especialmente de Alan, y se fue.

Jake se quedó apoyado contra una columna para evitar ver hacia dónde iba. No comprendía qué le pasaba. Cada célula del cuerpo le pedía seguir a Carol. Quería verla caminar, ver qué compraba, acercarse a hablar con ella, invitarla a cenar. Pero no podía hacerlo. No debía hacerlo.

No se permitió moverse hasta varios minutos después, cuando le pareció que había dejado pasar tiempo suficiente. Regresó a la sección de pijamas y acabó de escoger uno. Ya lo tenía en la mano cuando una voz femenina dijo detrás suyo:

—Vaya, vaya, mi policía favorito.

Jake se giró para encontrarse con una mujer rubia, alta y muy, muy atractiva.

—Hola, Samantha —saludó.

Jake y Samantha se habían conocido meses atrás en una de sus salidas nocturnas con Gary. Desde entonces, habían pasado algunas intensas noches juntos. Era la única mujer con la que Jake había repetido, porque aunque juntos se lo pasaban muy bien, ambos tenían muy claro que una relación entre ellos no funcionaría. Además, ninguno de los dos quería comprometerse con nadie.

—¿Te estás comprando un pijama? —preguntó Samantha, socarrona, al ver lo que llevaba en la mano.

Jake sonrió.

—Es un regalo para mi hermana.

Samantha asintió.

—¿Tienes planes para esta noche? —dijo entonces.

Esto era lo bueno con Samantha, podían preguntarse las cosas sin andarse los rodeos. Jake negó con la cabeza.

—¿Mi casa? —dijo Samantha.

Jake abrió la boca para responder afirmativamente. Era precisamente lo que necesitaba. Un buen polvo, a poder ser dos, que lo dejaran agotado, relajado, y pensando en cualquier cosa menos Carol Boutella.

—Quizá otro día —dijo en cambio, sorprendiéndose a sí mismo.

Samantha alzó las cejas, sorprendida pero sin tomárselo mal.

—Está bien. Te diría que me llames cuando quieras, pero algo me dice que no lo harás.

—¿Ah, no?

—Algún día me gustará conocer a la responsable.

Jake sintió que las mejillas se le incendiaban y abrió la boca para decir que no sabía a qué se refería, pero entonces vio pasar, unos cuantos metros más allá, a Carol Boutella, caminando en dirección a las escaleras de salida.

Cerró la boca al sentir un pinchazo en el pecho, algo que no había sentido nunca. Un pinchazo insistente que parecía formar dos palabras que no auguraban nada bueno.

Estás condenado.



Condenado © Emma Colt, 2017


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