DAME UNA BUENA RAZÓN

Un relato de la novela Cuatro días contigo

—Dame una buena razón.

Laura elevó las manos en un gesto de impotencia, como si no hubiera explicación posible.

—No sé, Hugo, es sólo que no me parece un buen momento.

Él suspiró.

—Hace seis meses que te lo propongo y tu respuesta siempre es la misma. La verdad, ya empieza a no valerme. Sólo te pido una buena razón, eso es todo —insistió él.

Hacía tres años que se habían conocido, a raíz de que Laura fuera testigo de un asesinato. Él era uno de los dos policías encargado de protegerla durante una operación para intentar identificar a los asesinos.

Había sido raro, porque desde un buen principio habían saltado chispas entre los dos. Él lo había sentido en cuanto la había visto sentada en la sala de reuniones de la Jefatura, con su ropa veraniega, la melena negra y esos ojazos azules. Por lo que Laura le había contado, a ella le había pasado algo parecido.

Un flechazo.

Ambos habían intentado ignorarlo, pero después la operación se había torcido horriblemente y los dos habían acabado primero secuestrados por los asesinos y después huyendo por los bosques del norte durante casi dos días. Allí, las chispas habían explotado. Cuando la pesadilla se acabó las cosas no habían sido fáciles, pero un par de meses después empezaron salir. Habían ido muy en serio desde un buen principio. De hecho, menos de un año después, Laura se mudó a vivir con él.

Desde que estaba con ella, Hugo se sentía distinto. Con ella, se sentía pleno, como si no le faltara nada. A su lado reía, recibía consuelo cuando lo necesitaba, lo daba él cuando ella flaqueaba. Si descubría sitios nuevos quería hacerlo a su lado. Las decisiones importantes quería consultarlas con ella. Cuando hacían el amor, se sentía realizado sólo por el hecho de provocar que Laura se derritiera de placer. Y cuando se perdía dentro de ella sentía que ese era el único sitio dónde quería estar, el único sitio dónde pertenecía.

Y quería casarse con ella.

Era importante para él y Laura lo sabía.

Se lo había propuesto en serio por primera vez seis meses atrás. No había recibido un “no” por respuesta, pero sí evasivas. Hugo lo había justificado con los nervios de Laura. Estaba a punto de acabar la carrera y le coincidía con las prácticas, pero desde hacía un par de meses sólo le quedaba estudiar para dos exámenes. Cuando Hugo había vuelto a sacar el tema, la respuesta había sido la misma. Evasivas.

Y estaba empezando a asustarse.

Estaba convencido de que Laura sentía lo mismo que él. Pero, ¿y si había dado demasiado por sentado? La reacción malhumorada de Laura ante su insistencia no le supuso un alivio. Al contrario.

Laura cogió la servilleta de su regazo y la tiró encima de la mesa con impaciencia. Se levantó arrastrando la silla y, mientras hablaba, empezó a recoger los platos de la cena.

—Todavía estoy de exámenes, cariño. Y cuando acabe tendré que buscar trabajo, ¿no crees? O quizá me plantee la opción de las oposiciones, que volverán a ser muchas horas de estudio. Los dos sabemos lo que cuesta organizar una boda. Y no hablo de dinero, sino de horas.

Hugo sabía muy bien lo que costaba organizar una boda. Y también cancelarla. Los dos lo sabían. Ese había sido el “problema” cuando se conocieron, que los dos estaban a punto de casarse… con otras personas.

Sin embargo, las palabras de Laura le sonaban a excusas bastante pobres. Se levantó también, recogió los vasos, las servilletas y el agua y siguió a Laura a la cocina.

—Pues qué quieres que te diga. Si algo me hace ilusión, le dedico las horas que haga falta —dijo Hugo de manera mucho más brusca de lo que había pretendido. Sabía que sonaba enfadado, pero en realidad su corazón había empezado a palpitar a un ritmo desagradable. Incluso las manos le temblaban.

Su tono irritó a Laura.

—En ningún momento he dicho que no me haga ilusión. Sólo he dicho…

—Que no es buen momento, ya lo he oído las cincuenta veces que has repetido lo mismo —la cortó Hugo, dejando los vasos en la encimera con demasiada brusquedad. El sonido fue tan fuerte que por un instante temió haberlos roto.  

—¿Por qué no te tranquilizas un poco?

—Me tranquilizaré cuando lo entienda, Laura. ¿Debería preocuparme por algo?

Durante unos instantes, ella pareció confusa. Cuando comprendió la pregunta, todavía se molestó más. Hugo lo supo por cómo abrió mucho los ojos durante un breve instante. Conocía ese gesto.  

—¿Por qué lo estás sacando de quicio? —dijo, indignada—. Sólo digo que nos esperemos, ¿de dónde sacas que nuestra relación peligra?

—¡De que tengo la sensación de que hay algo que no me estás contando, joder!

Ese era el problema, que detrás de las palabras “no es un buen momento” había algo más.

Laura ni siquiera intentó negarlo. Se quedó mirándolo y abrió la boca, pero se lo repensó y la cerró.

—¿Qué? —la apremió Hugo.

Laura dudaba. Él se armó de paciencia y esperó.  

—Con lo que pasó… —empezó a decir Laura. Se interrumpió y volvió a empezar—. Con nuestros antecedentes, ¿no te da miedo que nos vuelva a pasar lo mismo?

Ahora fueron las piernas de Hugo las que empezaron a temblar. En el fondo había esperado que la explicación a la resistencia de Laura a casarse fuera una tontería, pero esa respuesta era lo peor que podía escuchar.

—¿Y por qué iba a pasarnos lo mismo? —preguntó—. ¿Tienes dudas de lo nuestro?

—¡No! —contestó Laura en seguida.

—¿Entonces crees que yo tengo dudas de lo nuestro? ¿No confías en mí? —preguntó Hugo, elevando la voz, aunque no sabía si era porque estaba enfadado o aterrorizado ante la idea de perderla.

—¡Yo no he dicho eso! —dijo Laura, elevando la voz también.

—Pues no es eso lo que me está pareciendo entender.

Oh, ahora había conseguido ponerla furiosa.

—¡Lo estás sacando de quicio! —gritó con las mejillas enrojecidas—. ¿Por qué…

De repente, la voz se le rompió y se interrumpió. Su cara se contrajo en una mueca desolada y se le escapó un sollozo. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡¿Por qué te empeñas en sacarlo de quicio?! —gritó.

Sin decir nada más, abandonó la cocina como una tromba y se alejó en dirección a la habitación. La escuchó encerrarse dentro con un sonoro portazo.

Hugo se quedó de pie en la cocina, más desconcertado que enfadado. En los casi tres años de relación habían discutido algunas veces, no muchas, y Laura nunca había cortado así la conversación ni se había echado a llorar. Era cierto que esa discusión era la más fea que habían tenido nunca como pareja, pero aún así. ¿Dónde estaba la Laura que conseguía frenar las discusiones con sentido del humor? ¿La que se reía de él con gracia cuando tenía uno de sus ataques de mala leche, como ahora?

Acabó de recoger la mesa y la cocina, intentando comprender qué estaba pasando. Cuando acabó se sentó en el sofá con un suspiro y se quedó quieto, pensativo. En el piso, reinó el silencio. Y entonces lo escuchó.

Un sollozo proveniente de la habitación.

Se le encogió el estómago al pensar que Laura estaba llorando, y encima por su culpa. No sabía qué había hecho, pero sí sabía que lo había provocado él.

Se frotó la cara. Estaba cansado y no sabía qué hacer. Odiaba que Laura estuviera llorando sola en la habitación. Pero imaginaba que, si intentaba entrar, no sería muy bien recibido.

Esperó unos instantes. Los sollozos no cesaron.

—A la mierda.

Se levantó del sofá. Iba a arriesgarse. Laura bien lo merecía.

Apagó las luces del salón y abrió la puerta de la habitación. Estaba a oscuras pero, gracias a la luz que entraba por la ventana, la pudo distinguir acostada en la cama. Estaba de lado, de espaldas a él. Debió de escucharlo, porque intentó apagar los sollozos. Pero no lo echó. Eso era una buena señal.

Hugo se desnudó, se puso el pantalón del pijama y se metió en la cama. Se acercó a Laura, la rodeó con un brazo y la arrastró hacia él. Ella no se quejó. Al contrario. Cuando la tuvo contra su pecho la sintió y escuchó suspirar, algo temblorosa, y los sollozos cesaron casi al instante. Sus manos se agarraron al brazo que la rodeaba.

Al sentir que se relajaba, Hugo también se tranquilizó. Seguía sin tener muy claro qué había pasado y el silencio entre ellos no le gustaba, pero quizá era mejor que lo hablaran el día siguiente, cuando los dos estuvieran más serenos. Esto también era extraño, porque siempre resolvían sus discusiones al momento y la gran mayoría de veces acababan en la cama. ¿Sería que algo estaba empezando a cambiar entre ellos?

Aspiró el olor que Laura desprendía, ese aroma que lo había vuelto loco desde el primer día. La pegó un poco más a él y se esforzó por dejar de dar vueltas al asunto.

Un rato después, los dos se habían dormido.

*

El día siguiente a Hugo le tocaba madrugar, así que cuando estuvo listo para irse a trabajar Laura seguía durmiendo. Aún así, se acuclilló a su lado y le apartó algunos mechones que le habían caído por delante del rostro relajado. Al sentir su caricia se movió un poco y gimió con suavidad.

—Me voy —dijo Hugo—. ¿Qué planes tienes para hoy?

—Banco y estudiar —murmuró ella sin abrir los ojos.

—Vale, nos vemos por la tarde —dijo Hugo, dándole un beso en la frente.

Laura farfulló algo que no consiguió entender. Podría haber sido tanto un “te quiero” como un “hasta luego”. No supo por cuál decidirse.

La horrible cantidad de papeleo que tenía acumulada en la oficina sólo consiguió convertir su preocupación en un humor de perros. El trabajo era mecánico, aburrido y le daba tiempo para pensar en otras cosas. Y no dejaba de pensar en Laura, obviamente.

Al mirar hacia atrás, se dio cuenta de que llevaba unos cuantos días, quizá semanas, algo malhumorada. No sabría decir cuándo se había producido el cambio, no había sido algo repentino. ¿Podría ser que no estuviera a gusto con su relación y esta era su manera de sacarlo? El pensamiento lo inquietaba, porque él no creía que las cosas hubieran ido mal. Al contrario, su sensación era que había ido todo estupendamente.

Bueno, al pensar en ello, quizá no podría decirse que la notara malhumorada. Más bien era susceptible. Muy sensible. Casi como si estuviera a punto de…

Un momento.

Hugo se lanzó por encima de la mesa y cogió el calendario de papel que siempre tenía allí para consultas rápidas. Comprobó la fecha y pasó un par de páginas hacia atrás.

Contó días.

Hizo memoria.

Se quedó inmóvil unos instantes largos, con la boca abierta y los ojos fijos en el vacío. Sintió un escalofrío.

Y el rostro se le iluminó con una gran sonrisa.

En cuestiones menstruales, desde que había dejado las pastillas anticonceptivas para pasarse al anillo vaginal, Laura era un reloj. Hugo lo sabía porque a ella misma la sorprendía tanto que, cada vez que le bajaba la regla, comentaba lo mismo: la precisión era casi matemática. Nunca fallaba.

Hasta el mes anterior.

Laura llevaba casi un mes de retraso.

Su sonrisa se ensanchó, si es que eso era posible. A este paso le iría literalmente de oreja a oreja.

¿Qué había pasado? ¿Y cómo no se habían dado cuenta? La primera pregunta era fácil de responder: el anillo había fallado. La segunda pregunta, en realidad, también: seguramente había sido por los exámenes, que la habían tenido bastante ocupada y nerviosa. Él también había pasado unas semanas muy liado con un caso.

Podría ser sólo eso, un retraso, pero algo le decía que no. Esa susceptibilidad y sensibilidad eran muy reveladoras.

Ahora que lo pensaba, hacía unas noches, mientras hacían el amor, se había quejado de que estaba siendo muy poco considerado con sus pechos, cuando él estaba siendo tan cariñoso y atento como siempre.

Se recostó en la silla, apoyó los pies en la mesa y llevó las manos detrás de la cabeza en un gesto de absoluta satisfacción. Lo recorrió un estremecimiento de emoción.

Laura iba a flipar.

Sabía exactamente la cara de susto que pondría y lo que diría a continuación: que no podía ser, que era demasiado pronto porque todavía no tenía trabajo y que no podía ser. Era un tema del que no habían hablado mucho porque Laura tenía claro que, mientras no hubiera acabado la carrera y tuviera un trabajo estable, ni se lo quería plantear. Hugo la comprendía. Pero era algo que hacía tiempo que a él le hacía ilusión. Estaba más que listo para ello.

Pensó en cómo darle la noticia a Laura de la manera menos chocante posible. Podría organizar una cena especial, romántica. El tema de la boda seguía en el aire, pero en esos momentos para él ya había pasado a un segundo plano. Iba a ser…

—¿Qué, después de enviar a freír espárragos y poner de mala hostia a todo Dios ya estás feliz, Casas?

El comisario acababa de pasar por delante de su escritorio y se lo había encontrado en su posición de máxima satisfacción. Tenía que admitirlo, también sonreía estúpidamente. Se incorporó en la silla, pero no tuvo tiempo ni de abrir la boca para contestar porque Linares se acercó a su mesa y dijo:

—Están atracando un banco al lado de tu casa. Hay rehenes. Hablan de algún herido.

El corazón de Hugo se saltó un latido.

—¿Qué banco? —preguntó.

—Un Santander.

—Me cago en la hostia.

Una desagradable opresión se apoderó de su pecho. Cogió el teléfono y marcó el número de Laura.

—Casas, ¿qué pasa? —preguntó el comisario.

—Laura tenía que ir a ese banco esta mañana.

—No te alarmes antes de tiempo…

—Jefe, ¿no te acuerdas? Laura es un poco gafe. ¡Joder, no contesta!

—Linares, llévalo hasta allí —dijo su jefe al instante.

—Gracias.

Un segundo después ya corrían por el pasillo en dirección al aparcamiento. Menos de medio minuto después, el coche policial salía a la calle a toda velocidad.

—¿Sabes quién dirige la operación? —preguntó Hugo.

—Peralta —dijo Linares.

Hugo asintió. Bruno Peralta estaba bien, tenía experiencia con atracadores nerviosos.

Los casi diez minutos que tardaron en llegar fueron de los más largos de su vida. Llamó a Laura varias veces más, pero seguía sin contestar.

Cuando llegaron, el dispositivo que delimitaba el área de seguridad delante del banco ya estaba desplegado. Los dejaron pasar al instante, porque Linares ya había avisado por radio que iban para allá. Un agente les dijo que acababan de dejar salir a una mujer herida y Hugo corrió hacia la ambulancia que les indicó. Decepcionado, en la camilla descubrió recostada a una mujer de unos cuarenta años que reconoció. Era una empleada del banco. Estaba blanca como el papel y, al parecer, había recibido un navajazo en el antebrazo. Lo llevaba vendado con un trozo de tela que los paramédicos estaban empezando a retirar.

—¿Había otra mujer dentro? Veintiocho años, cabello negro, ojos azules.

Cuando la mujer asintió, Hugo quiso gritar.

—Laura, ¿verdad? Me lo ha vendado ella —dijo la mujer, moviendo un poco el brazo herido.

—¿Está bien? ¿La han herido? —preguntó con un nudo en la garganta.

—Está bien. Es la que está más tranquila de todos los que hay ahí dentro.

Hugo no pudo reprimir un pinchazo de orgullo. Esa era Laura.

No se entretuvo. Después de agradecer a la mujer su información, corrió hacia Peralta, se plantó ante él y le puso las manos sobre los hombros.

—Mi novia está ahí dentro. Está embarazada y no lo sabe. Si le pasa algo…

Se calló, porque ni siquiera sabía cómo acabar la frase. Peralta, muy tranquilo, parpadeó un par de veces.

—¿Está embarazada y no lo sabe?

—Es largo de explicar.

Peralta asintió.

—¿Te importaría soltarme?

Solo entonces se dio cuenta Hugo de que lo estaba sujetando con demasiada fuerza. Lo soltó al momento.

—Perdón.

—Creo que se acabará pronto, pero intentaré sacarla cuanto antes —dijo Peralta.

—Gracias —dijo Hugo con la voz rota. Se sentía a punto de explotar de preocupación.

—¿Te ves capaz de ponerte un chaleco y mantenerte a diez metros de distancia? —preguntó Peralta.
Hugo asintió y se alejó de él para permitirle trabajar. Se puso el chaleco antibalas que le entregó Linares y se apoyó contra un coche con los brazos cruzados.

A pesar de su posición de aparente calma, se sentía al borde de perder el control, algo a lo que no estaba acostumbrado. Siempre había sido capaz de mantener la sangre fría. Ni siquiera en los peores momentos de los días que Laura y él estuvieron perdidos en el bosque se había puesto así.

Quizá era porque, tres años atrás, Laura había estado bajo su protección y era su responsabilidad mantenerla con vida. Podía hacer algo al respecto. Pero ahora no podía hacer nada. Estaba en manos de otros y él sólo podía hacer una cosa: esperar.

Era para volverse loco.

Quedarse dónde estaba le supuso realizar un esfuerzo sobrehumano. Cuando se acercaron a pedirle información sobre Laura, contestó de inmediato con voz monótona. Por fuera podía parecer impasible, pero por dentro hervía.

Durante la siguiente eterna hora, mucho más larga que los minutos de recorrido en coche, observó a Peralta hablar varias veces por teléfono y por radio. Vio a los GEO preparándose para intervenir y se encontró rezando, él que nunca había pronunciado una plegaria, para que finalmente no fueran necesarios. Tuvo tiempo de repasar la última discusión con Laura, así como todas conversaciones que habían mantenido sobre la boda. Concluyó que Laura había sido sincera al decir que quería casarse con él, pero estaba asustada y temía que él no lo comprendiera, que era lo que había sucedido. Pero la verdad era que estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta hasta que ella lo tuviera claro. Haría lo que fuera por ella.

Dios, esperaba que tuviera la oportunidad de esperar todo el tiempo que ella necesitara. El corazón le palpitó de manera irregular varias veces y se le humedecieron los ojos. Estaba a punto de estallar.

—Inspector Casas —lo llamó la voz de Peralta—. Va a salir.

Hugo corrió hacia el perímetro de seguridad. Peralta se colocó a su lado.

—Gracias —agradeció Hugo. Lo habría besado, pero imaginó que el hombre no lo recibiría con agrado y se contuvo.

Peralta solo asintió.

—¿Cómo crees que acabará la cosa? —dijo Hugo.

—En menos de dos horas se habrán entregado. Están empezando a comprender que lo del navajazo ha sido una cagada y cuanto más tiempo aguanten peor será —explicó Peralta.

—Buen trabajo.

—Ya me lo dirás cuando se acabe. Por cierto, enhorabuena por el embarazo. No sabes la que se os viene encima —dijo, dándole una palmada en la espalda. Después, señaló la puerta del banco con la barbilla.

Hugo distinguió movimiento tras los cristales. Al cabo de pocos segundos, la puerta se abrió y Laura salió, caminando tranquila y por su propio pie. Observó el dispositivo desplegado, algo sorprendida.

Hugo corrió hacia ella. Cuando lo vio acercarse, su cara se iluminó primero con una sonrisa, pero en seguida se le borró, hizo morritos como una niña pequeña y se echó a llorar. Hugo imaginó el motivo de esa reacción, a parte de los nervios, porque a Laura no le pegaba nada derrumbarse así.

Quería abrazarla, quería cogerla en brazos y llevársela rápido de allí, pero se contuvo. Con un brazo le rodeó la espalda y con el otro le sujetó un brazo y la empujó para alejarla rápidamente de la puerta del banco y en dirección a la zona donde esperaban las ambulancias.

—¿Estás bien? ¿Te han herido? —preguntó.

—Estoy bien, es solo que… No sé —dijo entre sollozos—. ¿Y por qué me han dejado salir a mí? Había un señor de más de setenta años.

Hugo no contestó.

—Además, ha sido raro —consiguió decir Laura.

—¿Por qué?

—El hombre, el atracador que me ha dejado salir, me ha felicitado.

Hugo contuvo una risa divertida. Esto era el colmo, atracadores considerados.

Al fin, cruzaron el perímetro de seguridad. A Hugo le faltó tiempo para detenerse y abrazar a Laura. Necesitaba sentirla contra él. Ella se aferró a él con fuerza, temblando un poco, y se echó a llorar todavía con más ganas.

—Ya está, ya ha pasado —susurró Hugo para consolarla, acariciándole el cabello.

—No entiendo por qué me pongo así. En ningún momento he pensado que fueran a hacerme daño —dijo ella al cabo de unos segundos, intentando detener unas lágrimas rebeldes.

—Me alegro, porque yo me he llevado un susto de muerte —dijo Hugo, sonriendo un poco.

Ella lo miró fijamente por primera vez.

—Hugo, sabes que te quiero y que quiero casarme contigo, ¿verdad? Es sólo que…

—Shhh —hizo Hugo con suavidad, besándole las mejillas cubiertas de lágrimas y los labios siempre tentadores—. Claro que lo sé, no tienes que darme explicaciones.

Ella suspiró, claramente aliviada. Volvieron a fundirse en un abrazo.

Un paramédico se les acercó y Hugo supo que la posibilidad de darle la noticia a Laura con una cena romántica y tranquila hacía rato que se había esfumado.

—¿Es la mujer embarazada? —dijo el paramédico antes de que pudiera hacerle una señal para que esperara.

Laura se separó de Hugo y miró al paramédico, sorprendida.

—No estoy embarazada —dijo, secándose las lágrimas.

El paramédico miró a Hugo, confuso. Laura también. Él le sonrió.

—¿Estás segura?

Laura lo miró, perpleja. Parpadeó dos veces y abrió mucho los ojos.

—¡Hace dos meses que no me viene la regla!

Se cubrió la boca con las dos manos.

—No puede ser —dijo.

—Mm… Llevas unas semanas un poco…

—¿Cómo?

—Sensible.

—¡Yo no estoy sensible! —dijo, empezando a llorar otra vez. Inmediatamente después añadió:— Ay, madre, sí que estoy sensible.

—¿Recuerdas lo que me dijiste la semana pasada? —le susurró Hugo al oído—. ¿Que estaba siendo un bruto con tus pechos?

Laura asintió.

—Esta mañana me los he visto más grandes —confesó.

Le pareció increíble e inapropiado, pero Hugo se puso duro sólo con imaginarlo.

Laura volvió a cubrirse la boca con las manos.

—Hugo, es un momento horrible, acabo de terminar la carrera y ni siquiera tengo trabajo.

—Sabes que todo se irá encauzando. Puede que tardes un poco más en encontrar trabajo, o no. Ya lo iremos viendo.

Hugo sintió que el pecho podía explotarle de felicidad al ver que Laura sonreía levemente, casi como si no se atreviera. A pesar del susto, la idea de

estar embarazada le hacía ilusión.

—Además, todavía tienes que hacerte el test de embarazo —recordó Hugo.

—Claro, podría no estarlo —dijo Laura en seguida, aunque no parecía creérselo demasiado. Todas las piezas encajaban demasiado bien—. Hugo, es que no puede ser.

—Bueno, ya lo veremos. Vamos a la ambulancia para que te hagan un chequeo rápido. Después supongo que querrán hablar contigo —dijo, refiriéndose a los policías encargados del operativo del atraco.  
Empezaron a seguir al paramédico a la ambulancia, pero a medio camino Laura se detuvo. Se giró para mirarlo con expresión de horror.

—Claro que puede ser. ¡Olvidé ponerme el anillo vaginal después de la última regla!  

—¿Olvidaste ponerte el anillo? —preguntó Hugo, muy sorprendido.

—¿Cómo pude olvidar algo así?

A Hugo se le escapó una carcajada.

—No tiene gracia —se quejó Laura con los ojos vidriosos.

Él la besó y se permitió hacer lo que le apetecía: la cogió en brazos y la llevó hasta la ambulancia.

—Sí que la tiene. Y te seré sincero: me alegra mucho que el estrés de los exámenes borrara ese pequeño detalle de tu cabeza.

*

Menos de dos horas después, los atracadores liberaron a todos los rehenes y se entregaron. Afortunadamente, no hubo más heridos.

Los paramédicos encontraron a Laura perfectamente y le recomendaron hacerse el test de embarazo cuanto antes, pero tendría que esperar a una visita previa a la Jefatura, donde prestaría declaración y Hugo aprovecharía para recoger sus cosas.

En cuanto entraron en el edificio, Hugo vio en las caras de sus compañeros que la noticia del embarazo se había extendido como la pólvora. Las sonrisas, los aplausos, las felicitaciones y las bromas no tardaron en llegar, avergonzándolos bastante. Ellos dos advirtieron que todavía estaban pendientes del test de embarazo, pero fue como si sus voces se apagaran antes de llegar a los oídos de los demás. No les hicieron ni caso. Incluso empezaron a preguntarles si ya habían pensado nombres para el bebé.

Al fin pudieron abandonar la Jefatura, pasar por una farmacia e ir a casa. Ni siquiera tuvieron que esperar los dos minutos de rigor para ver si el test era positivo o negativo. Desde el primer segundo se marcaron claramente las dos líneas que confirmaban el embarazo de Laura. En los ciento veinte segundos posteriores, lo único que hicieron fue volverse más oscuras.

—Vamos a tener un hijo —murmuró Laura, alucinada.

—Vamos a ser padres —dijo Hugo, incapaz de creérselo e incapaz de parar de sonreír.  

Estuvieron más de cinco minutos en el baño, mirando el test de embarazo en silencio. Al final, se miraron y sonrieron.

—Qué fuerte —dijo Laura.

—¿Quieres que te demuestre lo contento que estoy?

—¿Vas a gritarlo por la ventana?

Hugo rió.

—Tenía otra cosa en mente —dijo.

Sin avisar, la cogió en brazos, arrancándole un pequeño chillido de sorpresa y diversión, y la llevó a la cama. La depositó con cuidado y se tumbó a su lado, acechándola como un felino. La besó mientras apoyaba la mano encima de su vientre. Todavía le costaba creer lo que estaba pasando ahí dentro. Y todavía le costaba creerse lo que había llegado a sufrir por ella ese día.

—Vas a darme un susto de estos de vez en cuando, ¿verdad? —murmuró contra sus labios.

—¿A qué te refieres?

—A tu tendencia a la mala suerte.

—Yo no tengo tendencia a la mala suerte.

Hugo la miró a los ojos, sorprendido. En sus veintiocho años de vida, Laura había sido retenida como rehén en un atraco, había sido secuestrada, había presenciado un asesinato, la habían quemado con dos cigarros en una discusión de discoteca y había recibido un navajazo al tener la mala suerte de pasar por el lado de una pelea callejera.

—Cariño, digamos que podríamos definirte como un poquitín gafe.

Laura le dio un cachete en el hombro.

—¡Yo no soy gafe!

Y encima lo negaba. Increíble. Hugo sonrió. En realidad, podía mirarlo desde un ángulo positivo: a pesar de todo, Laura podía acabar con alguna herida o magulladura, pero salía viva de todas esas situaciones… complicadas.

—Lo que tu digas —dijo él, escondiendo la cara en su cuello y besándolo.

—No soy gafe —repitió ella con menos energía.

—Vale. Sólo procura que el bebé no lo herede, ¿vale?

Ya no le permitió hablar, porque no podía esperar más. La desnudó y le hizo el amor con ternura, esperando que le quedara bien claro lo contento que estaba por el embarazo y porque lo del atraco se hubiera quedado en un susto. Cuando Laura se tensó y gimió de puro placer y él se derramó dentro de ella, tardaron unos minutos en recuperar la respiración. Laura se quedó encima suyo, con la cabeza apoyada en su pecho, escuchando el latido de su corazón. Hugo le acarició la espalda y el cabello suave.

—Oye, ahora que te he dejado embarazada te… —empezó a decir Hugo, pero se interrumpió divertido al ver la velocidad a la que Laura levantaba la cabeza para mirarlo.

—No podías estar más orgulloso de ti mismo, ¿verdad?

Él respondió con una sonrisa descarada y satisfecha.

—Disculpa, ¿cuánto he tardado en conseguirlo desde que olvidaste ponerte el anillo? Nada de nada. Soy un campeón.

Laura rió con ganas.

—Eres un idiota.

Hugo no borró la sonrisa de la cara.

—Como te decía, ahora que te he dejado embarazada  —prosiguió—, ya no tienes excusa para no casarte conmigo. Te he cazado.

Había pronunciado las palabras con evidente tono de broma, pero ella lo miró seria.

—¿De verdad tienes claro que no tengo dudas?

—Lo tengo muy claro.

—Quizá es una tontería, o es que soy supersticiosa, pero estoy tan feliz con lo que tenemos que me da miedo que algo lo estropee —confesó.

—Nada va a estropearlo —aseguró Hugo, muy convencido. Esta vez comprendía sus miedos—. Cuando estés lista, me avisas. Ahora no te preocupes por eso.

Laura sonrió, suspiró y volvió a apoyar la cabeza contra su pecho. Durante unos pocos minutos más, se quedaron en silencio. De repente, Laura se incorporó y lo miró. Se mordió el labio, pero no se decidió a decir nada.

—En seguida vuelvo.

Se levantó y corrió al baño a asearse un poco. De regreso a la cama, recogió la camiseta de Hugo del suelo y se la puso. Él sonrió. Le gustaba demasiado verla vestido con su ropa. Al instante lo invadía la necesidad de quitársela.

—Siéntate —ordenó Laura.

Hugo obedeció, curioso. Se sentó y se apoyó contra el cabezal con las piernas estiradas. Laura se acercó a él, sentándose encima de sus muslos. Lo observó, pero no dijo nada. Finalmente, tomó aire y dijo:

—¿Quieres casarte conmigo?

Hugo sonrió. ¿Había una palabra que describiera la felicidad en estado puro?


Dame una buena razón © Emma Colt, 2017


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